El autor aborda y desarma algunos temas que son nodales: la famosa “conciencia de enfermedad” como medida diagnóstica, las nosografías, sus usos y derivas, los espacios de supervisión y de ateneos, etc. Como no le resulta suficiente el vocabulario, crea permanentemente palabras para tensar la descripción; por ejemplo: resilente, o sea: “residente que calla”; o promentimos: una condensación de prometimos y mentimos. También frases sintetizadoras, como la que desnuda la relación entre diagnóstico y pobreza: “Ellos también padecían las consecuencias de la degradación aporofóbica del pronóstico devenido profecía neuroclasista”. Un verdadero placer para quien disfruta de reminiscencias carrollianas.
La estética del hospital, los gestos del personal de seguridad y sus dichos cuando intervienen, los animales que lo habitan y los momentos de descanso y diálogo, todo está allí como una buena película. Al estilo de las muñecas rusas, este texto sobre lo manicomial en un servicio de salud mental de un hospital general contiene otro: un debate abierto sobre los usos y las prácticas del lenguaje psicoanalítico y sus actores.
[del prólogo de Alicia Stolkiner]