No se trata de oponer, como si se tratara de valores, la vergüenza al orgullo, al honor o a la dignidad. Tampoco al amor. Si la vergüenza es un lazo social que pone en cuestión los límites del yo, la primer consecuencia es que no existe algo que pueda llamarse “vergüenza ajena”. La vergüenza es siempre nuestra.
Y lo que nos da vergüenza es algo propio que nos contraría porque revela una inesperada relación libidinal con lo que nuestra conciencia rechaza.
Los argentinos tenemos muy presente de qué avergonzarnos y hoy nos avergonzamos de lo que hizo posible que las ilusiones agónicas de un pueblo hambreado configuren la crueldad de este presente.