A veces es una frase, una imagen o una sensación traducida a palabras lo que pone en funcionamiento los mecanismos internos de la escritura. Viaje, migración, vivir afuera, el dolor de estar lejos o la nostalgia por lo lejano, esas formas que nos alejan de nosotros mismos y crean desconcierto, perplejidad y sorpresa.
Del País Vasco a los Andes, de Moscú a los mares de Suecia, el paisaje del Norte de Alemania o las casas torcidas de Dinamarca: no son solo los lugares sino el tiempo el que adquiere otra consistencia en estos relatos. Como cuando la narradora cae por una montaña de hielo o, en un viaje al Asia Central, toma té durante horas en una ciudad de más de dos mil setecientos años.
En El viento siempre nos acompaña, la escritura se detiene para atender esas sensaciones, cada uno de los pequeños viajes que rompen con la frágil continuidad de nuestras vidas y nos hacen ver la realidad como a través de una fisura en el tiempo.