El que come sentado a la mesa del huésped, goloso invitado, acaso buen conversador, es llamado parásito. El pequeño animal que vive de su huésped, por él, con él y en él, que modifica su estado habitual y lo pone en riesgo de muerte, también es llamado parásito. El ruido, rumor difuso o breve estampido, que interrumpe sin cesar nuestros diálogos o intercepta nuestros mensajes, nuevamente, es parásito. No, no nos entendemos. ¿Por qué nombrar con una misma palabra a un hombre, un animal y una onda?
Como respuesta a la pregunta, éste es en primer lugar un libro de imágenes, una galería de retratos. Habrá que intentar adivinar quién se disimula bajo las plumas y los pelajes, y bajo el extravagante atavío de lo fabuloso. Animales grandes y pequeños comen juntos, su festín se ve interrumpido. ¿Cómo? ¿Por quién? ¿Por qué? ¿Qué es ese crujido que se oye a la puerta de la sala, que los hace huir despavoridos? ¿Qué es esa inquietud; por qué la pluma se me cae de las manos?
Salen los animales, los banquetes continúan. Comeremos con JeanJacques, con Tartufo, con Sócrates, con los hermanos de José. Afuera, a la luz del sol, o en una sala cerrada, en las oscuras horas de la noche. Estos festines no siempre terminan como estaba previsto. Un día, mañana, pronto, dejaremos esta vida como quien se levanta de la mesa, súbitamente, sin haber terminado.
El parásito toma y no da nada: palabras, ruidos, viento. El huésped da y no recibe nada. Es la flecha simple, irreversible, sin retorno; vuela entre nosotros, es el átomo de relación, el ángulo de cambio. Abuso antes del uso y robo antes del intercambio. A partir de ella se puede construir, o al menos representar, técnicas y trabajo, economía y sociedad. Aquí la teoría elemental de las relaciones toma sus valores de las ciencias exactas y las ciencias humanas, las religiones y las historias, las literaturas, los cuentos, los encuentros. La filosofía, creo, es esa lengua a muchas voces.